lunes, 28 de febrero de 2011

POR FIN EN CASA

Esa noche, M. C. llegó muy tarde a casa. Anduvo como deshaciendo el mismo camino que con tanta minuciosidad había ido construyendo para su regreso del trabajo a su cama. Porque sabía que lo único que le esperaría en casa a parte del frío de su consciencia era el frío de su cama. Y porque sabía que esta sería su última noche en la ciudad. Siguió titubeando en la puerta del ascensor y subió por las escaleras. Abrió la puerta de su casa, se dirigió al baño, se miró al espejo y se preguntó: ¿por qué he llegado hasta aquí? Desde la omniscencia no se puede asegurar si realmente se hacía esa pregunta con una intención profunda, o si simplemente estaba tratando de dar significado a una decisión para la que todavía no había encontrado respuestas. A M.C. le gustaba perfumarse al llegar a casa. Abrió el segundo cajón del mueble del cuarto de baño, cogió la pistola y se llevó el cañón a la cabeza con el mismo gesto que noches anteriores se apuntaba con el perfume. Entre el frío de su consciencia y el frío del arma sintió como si una serpiente recorriese toda su columna hasta introducierse en la pistola. En ese momento tuvo miedo. Sabía que estaba cargada. Sin embargo no había ningún indicio de desesperación, impaciencia o arrepentimiento. Sólo seguía preguntándose frente al espejo ¿por qué? Apagó la luz y notó una voz cálida en su mente que provenía del espejo advirtiéndole: "¿Acaso eres tú este reflejo?" Como no supo qué responder, cerró los ojos, y de la misma manera que otras noches conducía el difusor del perfume hacia la sien y sentía un escalofrío que le indicaba que el día había terminado, esa noche apretó el gatillo de la pistola y no sintió nada.

Fran

este relato y otros de el Fran puedes leer en su blog LA HOGUERA. http://franrelatos.blogspot.com/

viernes, 4 de febrero de 2011

La Piel

Estuvo un rato largo paseando solo por las calles de la ciudad. Observó, con fastidio, que todos los transeúntes eran más jóvenes que él. El cielo, aquella mañana, era gris como el suelo que pisaba. Algo fatigado por la caminata, se sentó en un banco y ojeó el diario de la mañana. Un perro distraído descargó sus necesidades junto a sus zapatos. El hombre, como otras tantas veces, sacó de un bolsillo su vieja agenda, la abrió y, lentamente, se entretuvo repasando sus amarillentas hojas: “Lo mismo de siempre -se dijo- todos muertos y, los pocos que no…, adivina”. Aquella mañana se sentía más deprimido que de costumbre (llevaba cerca de diez años viviendo solo). Una fila de niños, asidos a una cuerda larga, desfilaron frente a él. Poco después, asombrado, vio como un turista, con el mayor descaro, le fotografiaba. El molesto zumbido de los vehículos le animó a levantarse del banco y regresar a su casa. Empezó a llover. Corriendo, con las manos en la cabeza a manera de paraguas, cruzó la calle y se refugió en la Biblioteca Municipal. Para hacer tiempo, de entre las muchas estanterías, cogió un libro al azar. El libro era de poesía. El autor, Iván Tubau. Lo abrió por una página y leyó: “Cuán terrible la vida/ de un hombre cuya piel/ nadie toca jamás”.
El poema le impresionó. Se quedó, durante un rato largo, incómodo, pensativo. “Es mi caso” se dijo con pena y quizá también con cierta vergüenza. Cuando la lluvia paró, salió a la calle. No tenía ganas de volver a casa. Siguió caminando con la amarga desazón que le había producido la lectura de aquel poema. Comió en un bar. Más tarde siguió de nuevo deambulando por las calles hasta que, al fin, decidido, entró en una tienda. Estuvo en ella como diez minutos. Salió con un paquete bajo el brazo de proporciones medianas y se encaminó hacia su casa. En el vestíbulo unos jóvenes reían. Miró el buzón. No había nada. Una vez en el piso tuvo que cerrar las ventanas. La música estridente del vecino de enfrente invadía la estancia. Descolgó el teléfono. Ninguna llamada perdida. Trasladó el paquete que había comprado al dormitorio, le quitó el papel que lo envolvía y abrió la caja. Extrajo de ella su contenido, lo montó debidamente y lo dejó apoyado en una pared de la habitación. La tarde se le pasó rápida viendo la televisión, aunque su mente, inconscientemente, rememoraba insistente el texto del poema que había leído. Decidió acostarse. Se estiró en la cama al tiempo que enchufaba el objeto que había comprado y, entonces, la muñeca de plástico, diligente, empezó a acariciarle la espalda una y otra vez, muchas veces, sin cansarse nunca.
A través del cristal de la ventana se podía oír la lluvia.

Roberto Jusmet Cassi