domingo, 3 de enero de 2010

El aparato

- ¿José María?

- m?

Otra vez.

- ¿José María?

Juan Carlos iba saliendo de su asombro. Él era Juan Carlos Solá Blagoevgrad y éste pensamiento quiso inundar su mente. Su padre era Juan Antonio Solá, un señor de Alicante que luchó con los fascistas en la Guerra Civil, pero tan escéptico con cuánto vio a su alrededor aquel entonces que, acusado por sus compañeros de desafecto, la victoria le valió el exilio. Allí conoció a su madre y allí nació él. Cosas así le recuerdan a uno quién es.

José María había conocido varios y, si lo pensara bien, todos ellos excepcionales. El primer y único trabajo que tuvo cuándo su familia volvió a España fue en una imprenta. José María se llamaba, por ejemplo, el líder del sindicato. La liaba, el compañero. Cuando supo que el padre de Juan Carlos había luchado con las tropas franquistas le retiró la palabra. Pero después supo que había sufrido más de una década de exilio y que incluso se había casado con una belga, y entonces quiso convertir al fruto de tan digna unión en su mano derecha. Pero Juan Ca, como lo llamaba José María, era hombre pacífico y, además, todo aquello de la dictadura tendía él más bien a ignorarlo, como a un vecino que cae mal sin que se pueda precisar porqué. José María arengaba a las masas proletarias y arengaba a Juan Carlos para que las arengara a su vez. Juan Carlos empezaba: "Hay que intentar que todo vaya bien…no pelearnos entre nosotros…", una sonrisa, un bostezo, "…ayudar al que tenga un problema…", un mechero, una puerta, "…y no pongáis las manos debajo de las prensas en marcha bajo ninguna circunstancia". La asamblea se disolvía vencida e incrédula, como un animal gigante que no hubiera dormido suficiente.

Después, por el orden insondable de los acontecimientos, el dictador murió y José María se hizo empresario y ecologista, dejando sólo el recuerdo de unos ojos brillantes, el olor a café y, Juan Carlos no podría precisarlo muy bien, algo así como descargas eléctricas. Años después se encontraron en la calle, en Navidad, intercambiaron unas confusas palabras y José María se alejó casi gritando "…pero la lucha continúa, Solano, la lucha continúa", y la gente los miraba cómo a dos niños traviesos y ya Juan Carlos sí que no quería saber nunca nada más de él.

Por infinidad de cosas como ésta. Por haber conocido a ése José María y aún a alguno más a lo largo su vida, sabía también que él no lo era. Él era Juan Carlos Solá Blagoevgrad y ésa del sofá, por ejemplo, es su mujer, Marina, a la que conoció trabajando en la imprenta, aunque ella ya no volvió allí cuando tuvieron su primer hijo y ejerció el resto de su vida de madre y esposa, tareas claramente más útiles a la sociedad que una imprenta, pero ya sin compensación pecuniaria. Su mujer, Marina, sobretodo antes, por la noche, tan adentro de su vida, tantas veces susurrando Juan Carlos…

Juan Carlos. Sí. Qué paz, mi comedor. Qué maravilla, mis zapatillas. Mi molestia cervical incluso. Qué paz. Y ahora sí, entre quizás cientos de cosas como ésta podremos oírle hablar, articular algo más que un triste 'm?'. Lo habíamos pillado de sorpresa al principio, al bueno de Juan Ca. El cuerpo extraño se había estancado a la salida del túnel, y mil ideas se agolpaban, se apretujaban detrás de "José María", desconcertadas. Pero basta ya. Vuelve aquí dónde están las cosas que existen. Ya se ve que tu vida no es menos coherente que cualquiera. Puedes no vacilar y casi deberías ser cortés. Si sabes quién eres ya tienes de sobras motivos para vivir. Resulta fácil ser bondadoso para que el otro no se sienta turbado, ni confuso, ni ofendido, sino que sepa que el universo está aquí y uno no puede caerse fuera de él. Y puedes haberte equivocado al marcar un número y haberme molestado, pero no pasa nada. Te aseguro que no pasa nada. Nada de nada realmente malo, nunca. Por eso lo dijo con calma, casi con ternura:

- Creo que se equivoca.

Pero tranquilo que no pasa nada. Si en realidad estaba aburrido. Casi fastidiado por algo indefinido. Porque mañana hay que volver a la imprenta, dónde no hay nada nuevo y si lo hay peor, porque el descanso tampoco supone ninguna liberación, porque… pero no era del todo eso. Y además ¿Liberación de qué? Hasta me alegro de que hallas llamado, de que hayas entrado en mi vida de esta manera tan boba, quienquiera que seas.

Ahora que me he levantado siento algo como por los hombros o por los muslos, no sé, como si hubiese estado meses en coma. Dos horas en el sofá y salté como si el súbito timbre me hubiese dado miedo. Y pasado el susto inicial (¿qué va a ocurrir porque suene el teléfono?), íntimamente me alegré. Ni siquiera le decepciona que sea una equivocación, en realidad no tenía ganas de hablar con nadie. Vista desde aquí Marina parece como extraña. Tanto rato hacía que la tenía tan cerca, que desde le nueva perspectiva pareciera que acababa de aparecer allí, como por un arte de magia. Ella también se sobresaltó al principio, ahora había apartado la vista de la televisión y observaba a su marido interrogándolo con la mirada divertida: ¿Quién es?

Y él también sin palabras, poniendo los ojos como desafiantes: No es nadie, pregunta por un tal José María, se han equivocado; y aún Marina entiende más: pero ahora está claro que ninguno de los dos estaba… y ya voy a colgar en menos de un segundo porque ni siquiera es para nosotros, y considerando que tú estás fascinante ahí tirada removiendo palomitas frías y que son tan penosas las películas que dan los Domingos ¿Tú también has tenido miedo, mi amor? Y qué paz, qué maravilla. Ser Juan Carlos y no ser José María, que ahora lo van a agobiar con una fiesta o una desgracia que a Juan Carlos le parece una cosa tan remota que casi no cree que pueda existir ese tal José María. Deseo que lo encuentres, y que lo invites a una fiesta y no a un funeral, de veras que lo deseo pero me importa tres pepinos.

- m?

- Que se equivoca.

Y ahora es el otro.

El otro que ya empezaba a estar intranquilo. Otro universo entero, con sus galaxias, su planeta Tierra, sus Marinas, sus imprentas, sus exilios, sus bosques y ciudades y gentes, toda la Creación tambaleándose: ¡Se equivoca! Y por un instante un recuerdo remotísimo, una pregunta en voz alta, niños riendo tal vez. Algo equivocado, el vacío, lo irrecuperable. No puede ser. ¡Ah, pero es! Qué habrá fallado. ¿El dos en vez del tres? ¿El siete por el cuatro que está justo encima? ¿Por qué no hacer las cosas despacio y bien? Y la neurosis del desgraciado galopando desbocada ¿Si todo el mundo sabe lo que está bien por qué hay cosas tan claramente mal? No puede ser. ¡Ah, pero es! Ideas que inquietan a menudo a ciertas personas. Cuándo lo inquietante es que todo dé en el fondo infinitamente igual. Ni siquiera creo yo que este hombre vaya a molestarse mucho. Iba recobrando una dudosa calma y estaba pensando en nuestro Juan Carlos, al que jamás va a conocer.

¿Y José María? No el aprendiz de Che, sino el causante de tan irrelevante escena. José María: El mismo que hace ya tantos años me dejó aquel libro que aún hoy he de volver a leer. Se lo pedía insistentemente a pesar de que sabía que él no lo había terminado; y cuando se hartó, en vez de enviarme a la chingada, ante el asombro mío y de nuestro amigo Adán, rasgó en dos todo lo largo del lomo y me dio la primera mitad para que la fuera leyendo mientras él lo acababa. Y aún estábamos nosotros con la boca abierta cuándo le dijo a nuestro amigo: "¿Tú quieres un cacho?".

Entonces al pobre Adán le entraba frío de tanta extravagancia y cada cual se iba a su casa. Días absurdos como la felicidad. Y ahora él va y se equivoca. Ahora que ya no se sabe ni en que casa vivimos ninguno. Y, dentro de un momento, cuando lo llame de verdad (porque las probabilidades de fallar un número de teléfono dos veces son casi cero) a lo mejor ni lo coge, porque no tiene ganas o está en un bar solo, como casi siempre ya. Y no deja de ser curioso que diga ‘ya’, como si fuese un destino de antemano conocido. Quizás el empedrado de buenas intenciones que conduce hasta el infierno, según un pueblo bruto y ciego. Y saldrá tambaleándose. Mitos más amables guiarán nuestros pasos. Seguramente lo vea un día de éstos. Creíamos en Pitágoras y en la posibilidad de comprender. Casi mejor no le llamo. Éramos tan vanidosos, tan reales. ¿De qué sirve todo esto? No, no, hoy ya no le llamo. Qué paz.

- Ah, perdone.

Que no pasa nada, piensa Juan Carlos ya un poco molesto y cuelga el aparato.