martes, 3 de febrero de 2009

primer hecho

American Girl in Italy
Ruth Orkin




Nos queda después el regusto
de tu sutil silueta dorada
esperanza gastada en lo orgánico
en la paz intuida -para qué engañarnos-
de tu nuca o tu pie en una lejana sábana

y la duda
de lo que tú sabes de nosotros







Las cinco liras. Italian boy story


Como no voy a recordarla, fue a la primera mujer que le propuse algo serio, ese día lo tengo grabado en la memoria con tanta claridad que cierro los ojos y lo veo como si fuera una foto, una de esas de época, blanco y negro, con marco blanco en el papel ajado. Era la primavera del 50, no, no, del 51, estábamos con Nicola en la esquina apostando cosas absurdas.
- ... a que yo me echo un eructo de veinte segundos!!
-¡ a que no!
-(...)
-a qué no miras el sol durante un minuto...
-te apuesto a que...
Hasta que la vimos pasar, mejor dicho la vimos venir. Fumando. ¡por dios! Fumando “o esa mujer no era de buena familia o quella non era una italiana”. Se acercaba hacia nosotros con aire señorial y robando las miradas de todos a su paso.
- a que no le dices algo- me dijo Nicola
-no para qué- respondí automáticamente
-te apuesto cinco liras, cinco de las buenas...
La tentación era grande y negarme, más que prudencia, iba demostrar cobardía.
Entonces la esperé, me acerqué dos pasos a ella y le dije
-le doy tres liras si me saluda.
Se volvió y me miró de reojo, ¡Ah Santa Madonna! El mundo me tembló en los pantalones, esbozó la sonrisa más linda que yo había visto jamás y la calle de repente olió a mandarinas.
No me pude resistir y arremetí
-...Y con las dos que me quedan la invito a un café.
La sonrisa se amplió, y yo, para mis adentros “has picado, ragazza, más vale que aceptes porque si no te persigo hasta abajo de la cama”
El segundo que duró su paso en el aire y su cabeza girando hasta volver a mirar otra vez al frente, fue eterno, me dio tiempo para verle la cara de expectación al Nicola y a los otros, y darme cuenta que entre ellos, con la chaqueta de cuero sobre los hombros y el escarbadientes pegado a los labios, estaba Gino, il capo de la Strada. No perdía detalle de mi arrebato, el calor de la vergüenza me subió hasta el cuello de la camisa, no podía fallarle al Gino, la mujer se me escapaba. La seguí.
El silencio dubitativo duró dos o tres pasos, y retomé el acoso
-Señora- le dije –si usted busca un buen guía para esta ciudad ha dado con el caballero ideal, nadie conoce la reggione como yo, io sonno Cesare Tortonnesse, doble ene, doble ese, cento per cento calabrese.
Otra sonrisa sobre su hombro y siguió, y yo tras ella.
Mientras caminaba, mis dedos jugaban, en el bolsillo del pantalón, con un papel, que al rato recordé que era el billete de la lotería para ese sábado. Pensé o le dije, aquí el recuerdo, no por más próximo es más claro, que si el billete era el ganador me casaría con ella, le compraría un palacio, y le haría dos hijos, un bambino e una bambina, claro que tendría que vestirse de una manera más decente, sería una Tortonnesse, de Catania, nada de faldas, ni cigarritos y le sacaría la ciudadanía italiana, sí eso sí, eso lo primero, una rispetabile e bella signora italiana.
No tengo claro el repaso de este divague, ni si realmente lo dije en voz alta o a su oído, o ella lo leyó de mi mente, lo cierto es que se giro y su cara, que sólo me había ofrecido sonrisas hasta ese momento, me miró con furia. Sé que empecé a decir algo así como “excusi...” pero el guantazo ya venía por el aire y no asesté a esquivarlo ella balbuceó algo como bastardo machista y yo “excusi, ragazza.. io.. io no..” pero ya estaba lejos, ya no me oía, además me había llamado machista ¡a mi, que tengo madre! No, eso no lo soportaba.
Volví a la esquina, a cobrar mis cinco liras y a seguir apostando tonterías con Nicola, le invité al café y le conté lo que había pasado, le dije que era americana, que estaba de viaje de estudios y que si hubiera querido me la hubiera llevado a la cama esa misma tarde, pero cuando me escuchó hablar de matrimonio se enfureció. Gino que siempre oía todo desde la esquina, se acercó y coincidió con la apreciación de Nicola, las americanas son todas unas locas.







Una chica americana en Italia


-¿Porqué guardás esa foto, viejo?
-No es una foto, es un daguerrotipo; o mejor aun, una dicotomía. –Con la edad confundía las acepciones.
-Viejo… Tú y tu empeño en utilizar palabras retorcidas.
-Manías de escritor, hijo. No es menos la tuya de hablar con ese acento argentino en constante homenaje a Borges.
-Lo mío es pasión, ya sabés…
La estancia era acogedora: un pequeño salón con las paredes recubiertas de libros reposando sobre anaqueles; en uno de los lados, junto a la pared de en frente, el crepitar reluciente de una chimenea, en el centro, sobre una alfombra de franela roja, dos sillones de cretona; en ellos, padre e hijo observaban una vieja lamina en blanco y negro.
-Es mi legado, hijo. Lo guardaba para ti.
-Pero viejo –no quería que se molestase, por eso añadió con sumo respeto- ¿Qué valor puede tener esta foto para mi?
En ella sólo reconocía a su padre, veinte o treinta años más joven; pero era su viejo a fin de cuentas.
-No recuerdo haberla visto antes por casa, de dónde ha salido.
-La he sacado de Internet hace unas semanas ojeando unas paginas webs
sobre fotógrafos profesionales; pura casualidad.
A pie de foto figuraba impreso en letra cursiva, el titulo y el autor de la obra: Una chica americana en Italia…
-Pero… Padre, tú no has estado nunca en Italia. ¿No?
-Eso es lo que me llamó la atención en un principio –No dejaban de mirar perplejos la fotografía al unísono, con cara de asombro- No he estado nunca en Italia ni soy ese que ves ahí.
-¡Pero qué decís, viejo! Sos un anacoluto. He visto cientos de retratos tuyos con esa edad y sois vos, estoy seguro…
- Yo también lo creía, hijo, pero te puedo asegurar que nunca he estado en éste lugar, sea Italia o cualquier otro sitio.
Incrédulo, el vástago acercaba ahora sus ojos a la imagen para apreciarla más de cerca, recostándose sobre el sillón, como para salir de dudas. En ella se podía observar una toma en blanco y negro, sobre la esquina de una calle en alguna ciudad de los años cuarenta o cincuenta. En el centro, sobre una acera de adoquines, una bella joven circula asediada por la mirada y los piropos de toda una grey de energúmenos. Uno de ellos, el que utiliza el paraguas de bastón, era su padre, estaba completamente seguro.
-Pero lo que todavía es más sobrecogedor – Ahora el anciano padre cogía la foto con sus manos abanicando el aire con un ligero tembleque, y tras una breve pausa, acometió- Cuando sepas de quién se trata…
-¡Tienes un hermano gemelo secreto!
-No, hijo, no. Ya sabes la manía que tengo de investigarlo todo. Como cualquier escritor que se precie, aunque no le acompañe el éxito; y no lo digo por ti, hijo. No, sino por mí. Pero de tu éxito ya me encargo yo, tú déjame a mí… – ambos se acomodaron en sus respectivos sillones; cuando su viejo empezaba con las digresiones, era tremendo:
“No podía quedarme así. Esa foto me dejó en vilo. Me pasé horas y horas navegando delante del ordenador. Tenía un presentimiento… Finalmente pude dar con el correo electrónico del autor de la fotografía; eso no fue lo más difícil. Lo que más me costó fue sacarle información; el idioma no era el problema, ya sabes como domino las lenguas –el anciano no tenía abuela- Todo cambió en el momento en que yo le mandé una vieja foto mía junto a tu madre, el día de nuestra boda. Decía que era imposible, que él conocía bien al de la foto. Nunca estuvo casado
-Viejo, contáme…-Cuando se irritaba le salía el deje argentino- ¿Le dijo quien era el del paraguas?

“Me lo contó todo, hijo. La foto no fue tomada en Italia. Ni tan siquiera la moza que todos persiguen con la mirada era americana. Es Lisboa, en el año mil novecientos cuarenta y pico, no lo recuerdo. Me dijo que por esas fechas trabajaba de reportero para una revista literaria de mucha importancia en su país, y que se dedicaba a realizar reportajes sobre futuros y prometedores escritores. Uno de ellos es el de la foto. Me explicó que por azar, hizo esa toma, y que el paso de los años y un representante suyo de arte, la retomó y la expuso en su obra. Ahora se dedicaba a la fotografía, es un personaje importante. Me suplicó una total discreción. Por su puesto; yo soy un caballero, ya me conoces hijo”
-Y dime ahora, padre, que el escritor famoso es precisamente el que es idéntico a ti, viejo.
En la calle soplaba un frío aterrador, se podía sentir a través de las recias ventanas del salón. Era de noche, en octubre oscurece más pronto. La chimenea daba una luz cargada de calor que envolvía el ambiente. A lo lejos, se oía el leve aullido de un perro.
-Pues si, hijo. Y ese es mi legado… -el viejo parecía chochear- Yo nunca pude hacer nada en este penoso mundo de la Literatura, ya lo sabes. Me faltó eso, un golpe de suerte… algo, no sé... Si, he ganado algunos concursos, certámenes de tres al cuarto; pero nada… El reconocimiento, la gloria… Eso lo guardo para ti –el hijo también se dedicaba al bello arte de la escritura, aunque carecía de paciencia.
-Viejo, me querés decir de una vez de quien se trata.
“Para triunfar en esto de la Literatura –continuaba con sus digresiones- como en cualquier otra cosa en esta vida; lo más importante son los contactos, las relaciones. El conocer a otros que ya han triunfado e ir introduciéndose en ese circulo que toca la gloria; aunque sea de un modo falaz. Porqué te crees que todos se mencionan unos a otros. Este conoce a éste, el otro a ese otro, y así… Todo es falso, al menos al principio. Qué si Lorca a Dalí, Picaso a no se quien… Que si Gil Biedma a Octavio Paz; este a Alberti. El otro, el Gimferrer a …”
-¡Viejo, quién es el señor del Paraguas!
El padre haciéndole entrega de la foto con una ridícula reverencia, legó a su hijo ésta, como gran ofrenda acompañada con las siguientes palabras.
“José Saramago, hijo. El premio novel portugués, Saramago, y el que esta a su lado, es un amigo de su infancia, José Dos Reis. Sabes cuantas fotos tienes conmigo, toda una infancia… Tu juventud… -el viejo deliraba- No es que renuncie a ser tu padre, no. Pero lleva siempre una foto nuestra encima, y puede que en algún momento de tu vida puedas utilizarla para decir que el que se encuentra a tu lado, es un premio novel…”
-Pero viejo… Sos un aciago –los dos se juntaron para rendirse un largo abrazo, como si hubieran recibido un don divino caído del cielo; o algo parecido.
Cuando se disponían a retirarse a sus habitaciones, el más joven de los dos ignotos literatos, preguntó:
- Padre. ¿El Saramago ese, no es el que escribió, El hombre duplicado?

Yo ya no miro más.

Daniel- Mírala Paolo.
Paolo- ¡uhh! ¡que monada! Vayámonos Daniel.
Daniel- espera un momento Paolo.
Paolo- Si, lo que quieras, a mi también me encantan sus sandalias, aquí no se ven cosas tan modernas, marchémonos por favor Daniel.
Daniel- no costaba tanto, ¿no?, una miradita atenta y mi niño queda como un señor.
Paolo- ¡estoy arto Daniel!
Daniel- bueno no es para tanto, es lo que hay, lo que toca y punto.
Paolo- ¡lo que hay no!, todos los días lo mismo, todas las horas la misma historia, siempre en guardia, en el puto empleo tengo que estar compartiendo cotilleos, que si mira fulana como viene hoy, que si mengana estrenó unas medias… y ahora hasta en la calle, no puedo con todos esos salvajes que esperan la salida de la yanqui cada tarde.
Daniel- tranquilo Paolo que te calientas.
Paolo- ¡claro que me caliento Daniel! ¿Cómo no me voy a calentar? ¡estoy arto de esto! Siempre mentiras, siempre haciendo el papelón, en casa, en el trabajo, en todas partes.
Daniel- en todas partes no, Paolo, guapo.
Paolo- calla tonto.