sábado, 12 de septiembre de 2009

Soliloquio aislado

no te muevas, no. La voz era clara y parecía provenir de atrás mío. Desde mi silla de control nada podía ver más que el llano oscuro y profundo adelante, alguna estrella parpadeante y el silencio de la pampa larga, baja y angustiante. no te muevas no, escuché repetidas veces, era una súplica no una amenaza, pero el temor me tenía paralizado. Sabía que no había nadie más, que todos habían muerto o los habíamos evacuado, que los cadáveres yacían hacinados en fosas comunes selladas con cal viva y hormigón y tapados con tierra que, rápidamente, se iba cubriendo de hierba, emparejando el verde plano de prado infinito; que el puesto de control más cercano estaba algo más de dos kilómetros y que mi cabina estaba cerrada herméticamente.
no te muevas, no… por favor... la voz, temblorosa, masculina, adulta, ejercía un poder hipnótico, en mí y parecía transmitirlo a todo lo que podía ver desde mi lugar.
Sonó el pitido agudo del test de control, el testigo del botón rojo se encendió, tenía unos segundos, no sé cuántos, quizás veinte, para apretarlo y desactivar la alarma, de lo contrario vendrían los equipos de control a comprobar mi situación. Era una solución, pensé, posible y una via de escape, pero qué les diría a los controladores que oía voces y que no me animé a mirar ni a comprobar nada. Sería una deshonra, pero, a la vez, una salida. Lo atribuirían al cansancio, seguro.

aprieta el botón
Qué…
no hables, aprieta el botón. la alarma. hazlo.
Pero… tú…

no hables. aprieta el botón. rápido.

Su voz seguía siendo suplicante pero está vez imperativa, como si estuviera desesperado.
Yo no actuaba conscientemente, entre un mar de temblores que veía en la penumbra rojiza, apreté el botón y detuve la alarma. En cuatro horas volverá a sonar y en seis vendrá la brigada a buscarme con mi relevo. Sólo quedaba esperar que pase el tiempo con la insoportable crueldad de la urgencia.

Quién eres, pregunté al aire a los gritos.
¿Quién eres?


No hay respuesta. Giro mi silla. El cubículo de intervención mide poco más de un metro y medio cuadrado y está todo acristalado, nada se puede ocultar aquí. Esta vacío. Ahora me tranquilizo y recuerdo que en el curso de preparación nos advirtieron de las alucinaciones que podríamos padecer, que la soledad es dura y que, muchas veces, estos espejismos nos pedían jugar una mala pasada. Tengo casi cuatro horas hasta la próxima alarma, me haré un café con leche, revisaré el correo en internet y echaré una siestita. No cabe duda, todo está en orden, la llanura está desolada, oscura, desértica y sobretodo, deshabitada. Giro mi silla nuevamente y queda de cara a la cafetera. Tres golpes secos detienen por un segundo mi respiración. Vienen de afuera, a través del cristal de la cabina no veo nada. No veo nada, solo oscuridad. Giro. Reviso centímetro a centímetro el paisaje. Nada. Estoy aterrado. Busco el teléfono, con cuidado y sigilo. Vuelven a golpear, tres golpes secos. Identifico el cristal que vibró pero no hay nada al otro lado. Levanto el teléfono, tiemblo, no acierto con los dedos en los botones. Tres golpes más, y otra vez esa voz, abre, dicta ahora.
Jezú